Por: Mahomed-Ramiro Jezzini / Vertebrales
26 de diciembre de 2018.- La droga los mata a ellos. Su contrabando, nos mata a nosotros. En el 2017 fueron alrededor de 10 mil personas las que murieron por sobredosis en la Unión Europea. En México, durante ese mismo año, fueron 23 mil los fallecidos en la infame guerra contra las drogas.
La verdad está en que aquí y allá han muerto muchos más de los que cuentan las cifras: están los europeos que no mueren por sobredosis pero que desarrollaron un trastorno psicológico ligado al consumo. En México están también los que en cuerpo no están, los que se llevó quién sabe quién y que nunca volvimos a ver.
Tras una década de lucha sangrienta contra las drogas, el mundo entero cuestiona a la comunidad internacional y su grito de guerra: ¿podría ser que el verdadero asesino sea el prohibicionismo?
Los principales elementos contextuales de la guerra contra el narcotráfico (las muertes, la inseguridad, la corrupción y la rentabilidad astronómica del producto), están ligados menos a la droga y más a su proscripción por parte del Estado.
No nos mata la cocaína. No nos mata su tránsito. Nos mata el choque de intereses que existe entre los poderes públicos y el narco. Prohibir, por definición, es negar una acción. Ganar una guerra donde el objetivo primario está en el prohibir es un mero acto de opresión.
A pesar del esfuerzo del Estado por desaparecer las drogas, su mercado ha hecho mucho más que solo prosperar (entre el 2015 y el 2016, la producción de cocaína en Colombia aumentó en un 33 por ciento), el consumo de narcóticos sintéticos y herbales también se ha infiltrado en la idiosincrasia de la cultura moderna.
La droga, en esta era, goza de omnipresencia. Y estos 10 años de guerra contra ella nos han confirmado que la estrategia prohibicionista carece una razón de ser. El argumento de batalla, además de ser irreal, parte de un principio equivocado: creer que podemos desaparecer la droga y su demanda.
En 41 de los 46 baños del parlamento europeo en Bruselas, Bélgica, se encontraron rastros de cocaína. También en 80 por ciento de los billetes que circulan en el mundo. La ubicuidad de las drogas es una realidad que no deberíamos desmentir.
Las drogas son, sin duda alguna, peligrosas. Y es su carácter riesgoso que debería impulsar su legalización. El prohibir un acto lleva consigo un grado de libertad, puesto que restringir una práctica confiere a quien osa saltar las barreras de la legalidad un cierto albedrío.
Prohibiendo el consumo de drogas, el Estado confina su esfera de poder. Habilita una zona en la que su prevención y su control no existen. Quien decide consumir lo hace con autonomía pura, en tierra de nadie. Sin embargo, las consecuencias de dicho consumo impactan a la tierra de todos: la sociedad. La guerra contra el narcotráfico nos ha enseñado que ambos enfoques, el prohibicionismo y la legalización, atañen a asuntos de vida en sociedad.
La legalización de drogas toca a un efecto social de alto interés: la cultura del consumismo. Algunos argumentan que la legalización de drogas podría legitimar su consumo o bien exponer dicha sustancia a las masas, provocando así un volumen más importante de adicción.
La Organización de las Naciones Unidas (ONU), estima que actualmente, 0.5 por ciento de la población mexicana consume cocaína. Aunque es válido pensar que la legalización incrementaría dicha cifra, es imperativo considerar un factor clave: la legalización no se firma sola, sino con un compromiso.
La concientización de la población y la readaptación de los sistemas de salud pública son herramientas que asistirán al Estado en la instalación de este nuevo modelo de sociedad. Se necesitará prevención y educación de calidad.
El reto del gobierno será ofrecer una experiencia ciudadana que, de manera orgánica y no impuesta, aleje a la nación de la amenaza de las drogas. Veámoslo así: difícilmente una sociedad que vive en armonía con las drogas (apostando en buena educación y prevención), generará 23 mil muertos por sobredosis al año.
La primera vez que me ofrecieron cocaína en Francia, me hundí en decepción. La segunda, sentí cólera y rencor; veía al europeo, envuelto en su privilegio, matando a mi gente con la navaja de su consumismo irresponsable. Fue después de la tercera vez que entendí que, para el consumidor occidental, la droga pesa más que su consciencia. Comprendí que nuestro error está en el concepto; en querer erradicar lo que nos está matando sin entender los mecanismos políticos que permiten nuestro dolor.
Es quizá más astuto alejar la casa del río que intentar combatir su corriente. La responsabilidad de nuestro gobierno está en aceptar la masacre y reenfocar la estrategia. No tiene sentido la guerra. Los poderes que posibilitan nuestro sangrar tienen que entender que, como sociedad, preferimos afrontar los riesgos de una legalización que cohabitar con las balas del prohibicionismo.