Por: Raúl Valencia Ruiz (@v4l3nc14). Fotos: Migrantes salvadoreños en la cárcel de Lagos de Moreno hace algunos años
10 de noviembre de 2018.- Hagamos un ejercicio de memoria y encontraremos que la nuestra ha sido una sociedad de migrantes. No sólo en Lagos de Moreno, sino que toda la región conocida como Los Altos de Jalisco ha sido una zona expulsora de migrantes hacia los Estados Unidos y el resto de la República Mexicana.
Mucho antes, incluso, de que se creara la diferenciación administrativa entre Los Altos Sur y Los Altos Norte, los habitantes de este territorio que el escritor Agustín Yáñez describió como «las tierras flacas», establecieron uno de los patrones migratorios más longevos en la historia México.
Este hecho debiera hacernos contemplar a las caravanas de migrantes centroamericanos de una manera distinta (quizá más solidaria), debido a que la historia de nuestras familias, de nosotros mismos, tiene mucho en común con el drama humano de la migración de esas personas.
Hay quienes consideran que dicho patrón inició durante el porfiriato, alentado por la construcción de los ferrocarriles. En 1876 México contaba, aproximadamente, con 580 kilómetros de vías férreas, para 1884 alcanzó los 5 mil 731 kilómetros y para 1910, al momento de la Revolución mexicana, había alcanzado la cantidad de 24 mil 288 kilómetros que conectaban a la capital del país con otras ciudades y regiones, así como con los puertos marítimos más importantes, como el de Veracruz y con la frontera de los Estados Unidos.
Se estima que en esa dinámica, los alteños encontraron las rutas que a lo largo del siglo XX fueron utilizadas para la migración internacional. En cierta forma, la novela Juan del Riel (1942) del escritor José Guadalupe de Anda, originario de San Juan de los Lagos, retrata el impacto que tuvo el ferrocarril en la vida de Los Altos de Jalisco.
Por otra parte, el conflicto armado que conocemos como la Revolución mexicana, fue otra de las causas que impulsaron el patrón migratorio de los alteños hacia la capital del país y hacia los Estados Unidos. Esta situación se extendió a lo largo de la década de 1910 y alcanzó una mayor intensidad en las décadas de 1920 y 1930. Esto último debido a la activa participación de los alteños en el conflicto armado que conocemos como la cristiada, en la que una gran mayoría de los habitantes de la zona combatieron al régimen revolucionario, en favor de la causa de las «libertades» de la Iglesia católica.
Como sabemos, este conflicto ocurrió entre 1926 y 1929 y llegó a su fin luego de «los arreglos» entre la Iglesia católica y el Estado revolucionario. Sin embargo, para muchos combatientes cristeros dichos arreglos eran inaceptables desde un punto de vista religioso, por lo que continuaron su lucha pese a que su causa fue desconocida por la Iglesia que defendían.
En muchos otros casos, debido al incumplimiento de los arreglos por parte del gobierno, muchos excombatientes se vieron forzados a la migración internacional, por la persecución política y por los ajusticiamientos de los que fueron víctimas varios combatientes cristeros al momento de regresar a sus comunidades y rancherías en la zona.
Aún persisten en la memoria de muchas personas los recuerdos de «las concentraciones», por las que los habitantes de las rancherías fueron obligados a abandonar sus hogares y asentarse en ciudades como Lagos de Moreno, bajo el control militar del gobierno. De tal suerte que padecer la violencia de los conflictos armados, también es una de las causas que nos vincula con la migración centroamericana.
La Segunda Guerra Mundial también fue un factor importante de la migración internacional. En 1942, debido al estado de guerra en los Estados Unidos, luego del bombardeo japonés a Pearl Harbor, México suscribió un acuerdo comercial con el vecino del norte, en el que se permitía la exportación de materias primas y de productos agrícolas y ganaderos; a la par de estas exportaciones, el Estado mexicano alentó la migración hacia los Estados Unidos a través de «los enganches», que se trataban de contrataciones masivas de «braceros» (es decir que aportaban su fuerza laboral, sus brazos), para mantener la producción agrícola de aquel país. Es importante señalar que en todos los casos, dichas contrataciones ofrecían condiciones de vida infrahumanas para los trabajadores mexicanos.
Así, a partir de entonces, hubo varios impulsos migratorios alentados por el Estado mexicano, cada vez que el capital agroindustrial en los Estados Unidos lo requería. Al día de hoy, varias organizaciones de exbraceros aún reclaman el pago de las compensaciones producto de su trabajo en los campos estadounidenses.
Desde luego, las condiciones actuales parecerían muy distintas a las que impulsaron la migración internacional en los distintos periodos en la historia de México que he pretendido describir. Sin embargo, la migración de centroamericanos hacia los Estados Unidos, no debiera parecernos ajena, ni mucho menos incómoda, sino que plantea nuevos escenarios en los que los tres niveles de gobierno en nuestro país debieran actuar y ofrecer garantías al paso de las caravanas. Como también es importante que los gobiernos locales, a nivel municipal, contemplen estrategias que permitan el paso o la asimilación de los migrantes centroamericanos, en atención a los Derechos Humanos y las leyes de nuestro país. Esta es una oportunidad histórica de reivindicar nuestro legado migrante.
Por último, de acuerdo con el profesor Jorge Durand, el especialista más importante en temas de migración internacional entre México y los Estados Unidos, advierte que el ciclo migratorio de mexicanos hacia Estados Unidos no existe más. En parte, por los procesos de transición demográfica y de cambio en la relación costo-beneficio de la migración indocumentada, la migración a Estados Unidos se ha reducido notablemente, situación que se advierte desde 2005 y ha obligado a permanecer en México a la generación que nació a partir de 1990, lo que ha dado lugar a escenarios inéditos en las dinámicas laboral, migratoria y social de la región. Por lo que el contexto actual inaugura, como puede verse, una nueva relación entre los países y las personas que en ellos habitamos, cuyo costos derivarán de las políticas que asumamos para atender el drama humano de la migración internacional.